En Tierra del Fuego, en la tribu sélknam había un joven indio llamado Kamshout al que le gustaba hablar.
Le gustaba tanto, que cuando no tenía nada que decir –y eso era muy notable porque siempre encontraba tema– repetía las últimas palabras que escuchaba de boca de otro.
–Me duele la panza –le contaba un amigo.
–Claro, la panza –repetía Kamshout.
–Miremos este maravilloso cielo estrellado en silencio –le sugería una amiga.
–Sí, es cierto. Mirémoslo en silencio. ¡Es verdad! ¡Está hermoso! Y es mucho más lindo así, cuando uno lo mira con la boca cerrada, ¿no es cierto? –respondía Kamshout.
–¡No quiero escuchar una palabra más! –gritaba, de vez en cuando, el malhumorado cacique–. ¡En esta tribu hay indios que
hablan demasiado!
–Una palabra más; ¡demasiado!... –repetía Kamshout.
Por su charlatanería, toda la tribu sintió su ausencia cuando un día, como todo joven, tuvo que partir.
–Kamshout se ha ido a cumplir con los ritos de iniciación –comentaba alguno.
–¡Lo sé! –respondía otro–. Ahora puedo oír cantar a los pájaros.
–Yo escucho mis pensamientos –decía alguien más.
–Yo, el ruido de mi estómago –decía otra.
–Yo lo extraño –decía una. Pero enmudecía inmediatamente, ante las miradas de reprobación de los demás.
Y pasó el tiempo. Tiempo de silencio y también de soledad.
Y Kamshout regresó.
Y las aves al verlo emigraron porque, ¿para qué cantar donde nadie puede escucharte?
Kamshout regresó maravillado. No podía olvidar su viaje y repetía a quien quisiese oírle (pero más a quien no) que en el Norte, los árboles cambian el color de sus hojas.
Les hablaba de primaveras y otoños. De hojas verdes, frescas, secándose lentamente hasta quedar doradas y crujientes.
(Y los que lo oían imaginaban, tal vez, un pan recién sacado del fuego.)
De árboles desnudos. (Y los que lo escuchaban se horrorizaban de semejante desfachatez. ¡Si sólo andaban desnudos animales y hombres!)
De paisajes dorados, amarillos y rojos. (Y los obligados oyentes miraban sus pinturas para poder imaginar mejor.)
De caminos hechos de hojas que crujían, coloreadas de dorado, amarillo y rojo, provenientes de árboles que se desnudaban.
¡Y semejante falsedad cerraba todas las posibilidades de imaginación!
Porque era demasiado esa combinación de sensaciones y de mentiras.
Ya en la tribu, todos creían que Kamshout estaba inventando un poco.
¿Qué era esa tontería de decir que los árboles no tienen hojas eternamente verdes?
¿Qué quería decir “otoño”?
¿Quién iba a tragarse el cuento de que los árboles pierden su follaje y luego les brota otro nuevo?
El descreimiento general enojó a Kamshout. Lo enojó muchísimo. Muchísimo.
Lo hizo poner colorado de odio, le salieron canas verdes. Desesperado por convencerlos de que decía la verdad,
Kamshout contó lo mismo infinitas veces, sin parar. Día y noche, sin parar. Segundo tras segundo, sin parar. Hasta que sus palabras se fueron encimando unas con otras y se convirtieron en un extraño sonido.
La tribu trataba de esquivarlo.
Por hacerse los que no lo veían, por jugar a ignorarlo, no vieron, en serio, su prodigiosa transformación: Kamshout se convirtió
en un loro gordo.
Recién lo notaron cuando escucharon que les hablaba desde los árboles.
¡Era él! ¡Ese pájaro era él!
No había duda. Era su voz, que ahora sólo decía: kerrhprrh, kerrhprrh... hasta el cansancio.
Kamshout volaba sobre las hojas, y al rozarlas, las teñía del color de sus plumas.
De pronto, una hoja cayó.
Corrieron a verla, a levantarla. La palparon y la volvieron a dejar en el suelo. Entonces, la pisaron.
La hoja, matizada de dorado, amarillo, rojo, crujió bajo sus pies.
–¡Es verdad! –dijeron–. ¡Todo era verdad! ¡Kamshout no nos mintió!
Pero Kamshout no respondió. Se había ido muy lejos. Dicen que acompañado por su amiga y enamorada.
La tribu quedó más en silencio que nunca.
Recién en la primavera, cuando las hojas volvieron a cubrir las ramas erizadas de frío de los árboles desfachatadamente
desnudos, volvió Kamshout, acompañado de su compañera y de sus hijos.
Eso dicen algunos.
Otros dicen que los que vinieron eran sólo un grupo de loros haciendo kerrhprrh sin cesar desde las copas de los árboles.
(Autor: Graciela Repún)
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