Tiempo atrás, cuando el gobernador Sotomayor penetró en el territorio de Arauco, asolando, incendiando rancherías y destruyendo sementeras, obligó a los indios de guerra a replegarse a recónditos lugares de la cordillera de Nahuelbuta, abandonando campos y sembrados ante el alud destructor del potente ejército invasor.
Uno de los caciques que se vio obligado a abandonar sus tierras y a retirarse a la montaña, fue Huepotaén, señor de Llifén, lugar en que había levantado un fuerte desde el cual causó grandes dolores de cabeza a los españoles. El gobernador Sotomayor, que se hizo famoso por la crueldad y dureza que aplicó en su período, llegó a La Imperial después de pasar como una tromba por el Estado de Arauco. Recordando las dificultades que le había provocado Huepotaén, y no deseando dejar enemigos poderosos a sus espaldas, envió un grueso contingente en su busca.
El cacique, que se había refugiado en las serranías con sus guerreros, no había llevado a su esposa favorita para no exponerla a los azares del clandestinaje. El valeroso araucano amaba entrañablemente a su mujer, hembra de grandes condiciones humanas y físicas. Era tanta la nostalgia que por ella sentía que, no pudiendo soportar más su ausencia, bajó a los llanos en su busca.
Cuando llegó a sus tierras, no halló a Anuqueupu, su amada, que se había refugiado en casa de su hermano Huechuntureo. En los mismos momentos en que salía de la ruca para dirigirse en su busca, le cayeron encima los enviados de Sotomayor. El bravo indio no se inmutó ante la vista de tantos enemigos. Echó mano a la lanza y arremetió contra ellos con fiereza y sin esperanzas. Vanas fueron las ofertas de rendición, sólo respondía a lanzazos gritando: ¡Inche Huepotaén. ¡Huinca tregua! ¡huinca tregua!
Más pudieron el número y las armas de sus enemigos que su coraje, y al final rindió la vida, regando la tierra de sus padres con su propia sangre.
Cuando Anuqueupu supo la muerte de su marido, sintió una pena y un dolor tan intensos que juró a sus Pillanes vengar la muerte del cacique, y transformarse para los españoles en una pesadilla diez veces más grande de la que había constituido su hombre.
A medida que fueron pasando los días, su amargura se fue trocando en frío odio, y su alma se fue endureciendo hasta cobrar semejanza con su nombre, que en lengua mapuche significa Pedernal Afilado. El padre Ovalle la llama Janequeo, y con ese nombre pasó a la historia, por lo que en adelante la nombraremos así.
A los pocos días, la valerosa Janequeo cabalgaba al frente de mil doscientos guerreros que comenzaron a campear igual que Sotomayor. En una de esas correrías, una de las patrullas trajo las cabezas de dos españoles que habían cazado mientras se dirigían de Osorno a Villarríca, y las pusieron a los pies de la bella amazona.
Cuando iban a mitad de camino les alcanzó uno de los espías indios. Llevaba la noticia de que el gobernador había recibido un gran refuerzo en dos barcos enviados por el virrey, con ciento cincuenta soldados y buena cantidad de armamentos y municiones. Janequeo sabía que su hermano Huechuntureo era buscado afanosamente por Sotomayor, y supuso, con justa razón, que con el aporte que acababa de recibir, aumentaría la persecución, poniendo en grave peligro a las tropas mapuches, ya que había reiniciado la destrucción de campos y sembrados, marchando implacable tras ellos.
Janequeo decidió retirarse a la cordillera, zona impenetrable para los conquistadores, y comenzar la guerra de guerrillas, haciendo caer a sus enemigos en constantes emboscadas y sorpresas nocturnas. Enormemente hábil fue su resolución, pues presentar batalla a las actuales fuerzas de Sotomayor, habría significado el aniquilamiento de sus huestes. En cambio, la interminable serie de acciones que desencadenó Janequeo, no sólo comenzó a desesperar a los españoles en una lucha contra un enemigo invisible, sino que le significó, además., muy buenas presas de bagajes v caballos, como asimismo una o varias cabezas españolas para aumentar sus estandartes.
Cuando Janequeo supo que sus enemigos estaban levantando otro fuerte, sobre el río Puchangui, resolvió atacarlo en cuanto se fuera el gobernador, e inició la marcha en su demanda. Al aproximarse al campo español, sus tropas fueron avistadas por algunos indios de servicio que corrieron a dar aviso al capitán Aranda. El oficial decidió que era más prudente salirles al encuentro, que quedarse tras las murallas esperando el ataque. Preparó un grupo de veintidós soldados escogidos, fuertemente apertrechados, y enorme cantidad de indios auxiliares.
Estaba ya con un pie en el estribo, cuando llegó un mensajero bañado en sangre. Dijo que había escapado por gran ventura de la terrible capitana que venía en camino. Aranda apuró la partida y no tardó en encontrarse con la vanguardia de Janequeo. El capitán colocó a sus caballeros en posición de carga y, con el grito de "¡Santiago y a ellos!", se lanzó en feroz embestida. Pero los araucanos repitieron lo mismo que treinta años atrás. Cuando ya los enardecidos caballos estaban por caer sobre ellos, clavaron las picas en tierra y les ofrecieron generosamente sus puntas metálicas.
La carga se deshizo, la mayoría de los jinetes cayeron al suelo y, simultáneamente, los moceros del toqui Melillanca atacaron a los yanaconas que habían cargado detrás de los españoles. El capitán Aranda cayó herido por la lanza de Janequeo que estaba en la primera fila de piqueros. Apenas lo vio en el suelo gritó a sus guerreros:
—¡Corten esa cabeza y dénmela, que quiero levantarla en mi lanza como trofeo de mis glorias!
Ante la horripilante visión, los españoles huyeron despavoridos, perseguidos de cerca por los araucanos. Gran parte de los indios auxiliares, que corrían más atrás, optaron por pasarse a los vencedores. El resto fue apresado y, luego de maniatarles, les llevaron a las tierras donde vivían protegidos por los hispanos. Le pegaron fuego a sus rancherías y sembrados, tal como ellos habían ayudado a Sotomayor a arrasar con los suyos.
Janequeo continuó asolando y devastando todos los campos de los españoles y de los indios amigos que encontró a su paso. Sólo detuvo su destructora actividad al acercarse el invierno, y decidió retirarse a la sierra y levantar un pucará.
Entretanto Sotomayor, indignado de que una mujer araucana abatiera su ejército y se pasteara victoriosa campeando en libertad, reunió un numeroso contingente y lo mandó en su busca. Luchando contra los barrizales, las lluvias y las crecidas, fueron acercándose lentamente a la fortaleza india.
Las avanzadas de Janequeo dieron rápido aviso a la capitana, que decidió salir arrojadamente a atacarles, pero al ver que el ejército enemigo era poderoso y venía en gran número, prefirió dar la batalla resistiendo en el fuerte.
Los españoles subieron la ladera y arremetieron contra los sitiados con cerrado fuego de arcabuces, que causó grandes bajas. A medida que se fueron acercando, llegaron al combate cuerpo a cuerpo y encontraron enorme resistencia. La superioridad de las armas españolas se estrelló contra la decisión de los araucanos de impedir que el enemigo traspasara sus murallas. Sobre ellas, los defensores peleaban con ferocidad, animados por la valerosa Janequeo que empuñaba la espada de un español muerto. Daba tajos y reveses, con tal bravura que los atacantes comprendieron que, en esa encarnizada lucha, nada conseguirían, aparte de derramar más sangre de la mucha que ya habían regado en él campo.
La mitad de los españoles que quedaban se concentraron detrás del pucará y embistieron, con tal ímpetu, que lograron penetrar y atacar a los defensores por la retaguardia. Al verse entre dos fuegos, y para evitar que mataran. inútilmente a sus guerreros, Janequeo hizo sonar los cuernos llamando a retirada, y se fueron perdiendo lentamente en la tupida selva. Los españoles les persiguieron un trecho, e hicieron algunos prisioneros que fueron rápidamente ejecutados, entre ellos el valiente Huechuntureo.
La legendaria Janequeo se internó en las serranías con el resto de sus destrozadas huestes, y los castellanos quedaron, pese a su victoria, con el amargo sabor de la derrota. Nuevamente se les había escapado la india bravia.
- Janequeo fue una mujer de origen mapuche-pehuenche. Esposa del Lonko Hueputan, quien murió bajo tormentos por mandato del gobernador Alonso de Sotomayor. En su actitud guerrera tuvo el patrocinio de su comunidad - su lof - y con el respaldo de su hermano Huechuntureo fue nombrada Lonko, al mando de los guerreros de la región. La Janekeo o Yanequeo, o La Mensajera.
(Fuente: Tradiciones Coloniales de Carlos Valenzuela Solis de Ovando)