miércoles, agosto 15

BUSCA CAMINO



Resulta que en una montaña del sur vivía un señor Chuncho al cual los otros pájaros llamaban Buscacamino. No creas tú que lo llamaban así por sus grandes ojos, relucientes como esos focos que encienden por la noche los autos para encontrar la ruta extraviada. No. Le dieron ese sobrenombre a raíz de un gran servicio que les prestara. Pero antes debo advertirte que hasta ese momento nadie quería al señor Chuncho. Este no hacía otra cosa que augurar calamidades
--Usted se va a enfermar... Ya le había dicho que chocaría contra ese árbol... Dése cuenta de que tiene el moquillo... Mañana vendrá el Peuco.

Con estas frases nada alegres, desde que anochecía hasta el alba presa­giaba desgracias. Y resultaba que nadie gustaba de su compañía en la montaña, como ya te dije, y como era lógico.
Y aunque las señoras Cachañas son muy amigas de la sociedad y del comadreo y a los señores Pidenes les encantan los corrillos, no querían tampoco relacionarse con el señor Chuncho, y el pobre terminó por andar completamente solo, mejor dicho, terminó por irse todas las noches a un alto roble que dominaba la montaña entera, quedándose allí melancólica-mente, muy correcto en su chaqué, diciendo a toda voz sus vaticinios para tener siquiera en el amable Eco alguien que le respondiera.

Pero resulta que una vez, en una primavera muy fría y muy llena de heladas y de neblinas y de lluvias, en una de esas primaveras en que parece que el invierno no quiere irse, los pobres pájaros, ateridos por el Viento que bajaba furioso de la cordillera, vieron un día que la neblina se espesaba en tal forma que la poca luz que dejaban pasar las nubes vestidas de luto se iba perdiendo y que a media tarde se formaba una noche llena de miedos y de sobresaltos, porque todos los pájaros andaban lejos de sus nidos, buscando algo que comer. Y piaban desesperadamente, llamándose unos a otros, buscando los papás a las mamás y ambos a sus hijitos. Y como nadie encontraba a nadie, sólo se escuchaba en la mon­taña un solo piar lloroso.

Mientras tanto, el señor Chuncho había despertado y después de dar varios bostezos, de estirar las alas y de rascarse un poco --como es de rigor al salir de un buen sueño--, puso atención a lo que los pájaros decían entre desolados sollozos:
--¡Periquito! ¡Periquito!
--¿Has visto a mi Tío Agustín?
--¡Jesús! ¡Jesús!
--¡Aquí! ¡Aquí!
--¡Allí! ¡Allí!
Era para volverse loco.

Pero el señor Chuncho no se afligió con tanto grito ni con tanta confusión. Se puso las botas y el impermeable, y con su paso de grave nota­rio salió de la casa, dejando la puerta bien cerrada para evitar robos. Guardó la llave en el bolsillo de atrás del pantalón y realizado ese gesto precautorio se fue de un vuelo hasta "el árbol de enfrente", donde una señora Diuca lloraba a mares llamando a su marido.

Con los ojos bien abiertos y bien brillantes en la obscuridad, el señor Chuncho le fue alumbrando el camino una vez que averiguó dónde vivía. La dejó en su casa, arropada y tranquila, yéndose en seguida a otro ár­bol, donde una señorita Cachaña gritaba como si la estuvieran matando, rodeada de sus hermanas, que ya no gritaban, porque se habían quedado roncas. Y las llevó a su casa, donde papá Choroy y mamá Cachaña esta­ban rezando una letanía para que San Cristóbal les trajera con bien a casa.

Y en esta forma, auxiliando a unos y a otros, el señor Chuncho loará poner orden en la montaña y que cada cual llegara sano y salvo a su do­micilio. Tan atareado estaba que olvidó sus anuncios de calamidades.

Desde entonces, los pájaros de la montaña tienen por el señor Chuncho un gran afecto y le llaman cariñosamente Buscacamino, y, aunque él siga presagiando todos los males, lo oyen con gran cortesía y hasta suelen contestarle con algún monosílabo. Claro es que en la mayoría de los casos están pensando en otra cosa, pero como el señor Chuncho no lo sabe, se considera el más feliz de los habitantes de la montaña.
Esta es la historia del señor Chuncho, a quien sus compañeros llaman Buscacamino.

( Fuente:  Cuentos para Marisol. Obras Completas de Marta Brunet. Santiago, Zig-Zag, 1962. Pp. 307.)