La mamá floja era tan floja que estaba decicida: «¡Cuando nazca mi bebé, no trabajaré, me dedicaré a él!». ¡Pero qué floja! Acortó gastos: dejó de salir en las noches, dejó de comprar su mermelada de cerezas silvestres, dejó de ir al cine todas las semanas y ya no era tarjeta Oro; dejó de comer pollito a la brasa de los caros deliverys y pasó a comprar pollito en el supermercado de la esquina. Todo con tal de quedarse en casa, tirada en el sofá con el bebé encima. El bebé lo amaba, la tenía solo para él y se notaba el vínculo que desarrollaron los dos. Algo de «apego», decía.
La mamá floja era tan, pero tan floja que estaba determinada: «No voy a levantarme en las madrugadas cada hora a calentar aguita para hacer el biberón». Se enteró de que la leche materna era lo único que el bebé necesitaba. Decidió dar solo pecho al niño hasta los 6 meses. ¿Pero ni una aguita? ¿La manzanilla pa’ los cólicos? ¿El anicito? No. Aún así, el bebé crecía y pesaba muy bien, ¡tenía músculos! Algo de «lactancia exclusiva», decía.
La mamá floja era tan recontrafloja que sacaba su teta y la ofrecía cada vez que el bebé pedía. Es que de tanta pereza que tenía, no podía estar escuchando llorar al bebé de hambre y mirando al reloj cada 3 horas para darle de comer. No, no, era trabajoso, requería una logística impensable. Cada vez que el bebé lloraba, ella le ofrecía el pecho. El bebé se consolaba y se calmaba no importaba cuánto tiempo estuviera en el pecho de su madre. Algo de «libre demanda», decía.
Para colmo, la floja esa se echaba en la cama toda desparramada con su bebé para amamantar. ¡Así es, en la cama! No en el carísimo y bonito sillón de lactancia puesto cómodamente en la sala, frente al televisor; no en una butaca especialmente diseñada para el cuarto del bebé. No, no, se echaba en la cama a relajar, dizque. Ella y el bebé relajando. Había decidido desde el embarazo que no se pararía cada hora para ir al cuarto del bebé en la madrugada; y se mandó hacer una especie de camita a la altura de su cama, y la puso a su costado. El bebé dormía tranquilito al lado de la madre, nunca lloraba, y la mamá floja podía seguir dando teta en su cama a cada murmullo del bebito, y dormir la noche en paz, sin pararse. El bebé se sentía en el útero materno, con el calorcito de su mamá y el pecho cerca, era el paraíso dormir juntitos. Algo de «colecho», decía.
Para colmo, la floja esa se echaba en la cama toda desparramada con su bebé para amamantar. ¡Así es, en la cama! No en el carísimo y bonito sillón de lactancia puesto cómodamente en la sala, frente al televisor; no en una butaca especialmente diseñada para el cuarto del bebé. No, no, se echaba en la cama a relajar, dizque. Ella y el bebé relajando. Había decidido desde el embarazo que no se pararía cada hora para ir al cuarto del bebé en la madrugada; y se mandó hacer una especie de camita a la altura de su cama, y la puso a su costado. El bebé dormía tranquilito al lado de la madre, nunca lloraba, y la mamá floja podía seguir dando teta en su cama a cada murmullo del bebito, y dormir la noche en paz, sin pararse. El bebé se sentía en el útero materno, con el calorcito de su mamá y el pecho cerca, era el paraíso dormir juntitos. Algo de «colecho», decía.
La mamá superhiperfloja no soportaba perder toda la mañana del sábado en la cola del supermercado, con el carrito lleno de paquetitos y el bebé gritando, mientras el esposo se estresaba y las personas la miraban feo. Además, en la tarde tocaba ir a pasear con el bebé, y ella ya estaba cansada. Se ingenió un atajo: la floja decidió unir dos cosas en una. Se despertaba temprano, cogía una bolsa resistente cualquiera y se iba de paseo por el barrio, en familia. Pasaban por la playa, cruzaban por lindos puentes, caminaban por veredas de piedras y por encima de vías expresas. Enseñaba a su bebé qué es el mar, los árboles, los niños, la gente, los carros y los pájaros. Iban a la feria. Se compraban montones de verduras y productos naturales, de los que ni siquiera se tienen que remojar con lejía, pues no tienen pesticida. Comida de flojos, que no da trabajo. El sábado pasó a tener una linda mañana en familia. Algo de «orgánicos», decía.
La mamá era tan reflojaza que descubrió que no era necesario cargar aquel enorme cochecito de bebés para todos sitios, armarlo, desarmarlo, meterlo, sacarlo, empujarlo, guardarlo. Descubrió que podía llevar al bebé dentro de un portabebés que no le cansara la espalda – es que era floja, pues – y, además, tranquilizaba al bebé. ¡Oh Dios! Era prácticamente la gloria. Ella podía ir a los lugares sin mucho trabajo o esfuerzo, incluso hacer sus tareas en casa (y veces hasta trabajaba con el bebé ahí dormidito…shhhhh). ¡Qué perezosa! Y mientras regresaba de la feria los sábados, le daba la teta a su bebé. Pero de tan requetefloja, ni siquiera se sentaba cómodamente en una banca a lactar. No, no. Su bebé tomaba teta dentro de esa especie de paños enrollados a su cuerpo. El niño no lloraba, tenía poquísimo o casi ningún cólico, dormía rico, estaba más atento que los otros bebés, y la mamá estaba más feliz que nunca. Algo de «porteo», decía.
La mamá flojísima tenía tanta flojera que se cansaba de recorrer todos los meses boticas y supermercados detrás de promociones de pañales. Tenía que estar atenta a los catálogos, corría para acá y para allá; a veces, no había pañales en el supermercado en que iba, y tenía que ir a otro. Gastaba taxi, gastaba energía. Aaaah… qué flojera, sentía la mamá. Hasta que descubrió unos pañales de tela modernos que se podían meter a la lavadora… ¡y a la secadora! Descubrió que ahorraría algo de 4000 soles en pañales o más. Descubrió que ahorraría en cremas para escaldaduras, y tenía que ahorrar, porque la muy floja había decidido dejar de trabajar. Los pañales de pila iban a una batea con agua y jabón durante el día, los de caquita a otra. Se gastaba solo 30 segundos en meterlos al agua, y unos dos minutos en la noche para meterlos en la lavadora. Además, estaba siendo consciente con el medio ambiente, evitando el acumulo excesivo de basura no biodegradable. ¡La gloria! Algo de «pañales ecológicos», decía.
Cuando su bebé empezó a comer, la réqueteréqueteflojisimaza, en vez de ir a licuar la comida para su bebé, solo la aplastaba con un tenedor. Lo dejaba sentir las texturas, experimentar. En vez de luchar para que no se ensuciara, pelear, estresarse, la mamá, flojita como era, lo dejaba comer solo, coger la comida con la mano y comer lo que quería, cuando quisiera. El tiro le salía por la culata, porque tenía que limpiar el suelo, después. Pero como estaba relajada de todo el día de cariños con el bebé, los pechos llenos de leche, el bebé bien alimentado, tranquilo, bien dormido y sin escaldaduras… no era ningún sacrificio barrer medio metro de suelo, limpiar una boquita linda sucia de papa amarilla y bróculi mientras se ríen en el espejo del baño de alguna payasada del momento, o hasta aguantar el malhumor de su retoño a causa del nacimiento de los primeros dientes. Además, cuando el bebé se dormía a las 6:30 de la tarde, la floja podía avanzar un trabajito extra o echarse a ver una película con el esposo. No había nada más perfecto. Algo de «introducción alimentaria natural», decía.
Más felices no podían estar la mamá y su bebé: se veían activos, hacían todo juntos, se vinculaban cada día más. ¡De floja la mamá no tenía nada! Cuando se dio cuenta, estaba investigando muchísimo sobre todo. Pediatras, ginecólogos, doulas… descubrió un mundo nuevo y respetuoso.
¿Qué fue de la vida de la mamá floja y su bebé?
Están decidiendo si mañana van al parque a las 10 de la mañana o si se sacan una siestita en ese horario y patean el parque para más tarde. Porque da flojera tener que poner la diversión dentro de una rutina, ¿no?